Esta semana me he dado cuenta de que no soy una balsa de aceite. Aunque normalmente soy capaz de mantener la paciencia, no siempre lo consigo. Cuando hago daño a alguien, aunque sea sin intención, después suelo sentirme mal. Aunque cuido mucho las palabras, el tono de mi voz puede resultar agresivo y ofensivo si hay algo que me indigna o me siento muy frustrado. Algo que tiene mucho que ver con las expectativas que pongo en algo o en alguien, aún sin quererlo. Todos somos así, y aunque pretendamos controlar nuestras reacciones muchas son imprevisibles e incontrolables.

De todas formas, hay algo que me ayuda a calmarme y a no preocuparme tanto por mis reacciones. Ser capaz de pedir disculpas si es necesario y, al momento, me ayuda. Darme cuenta de los motivos de mis reacciones también me sirve para no culpabilizarme. No pretendo convertirme en un robot que oye sin escuchar o que ve sin sentir. La verdad es que me encantaría poder reaccionar de forma impasible con todo y con cualquiera. Tratando de sacar lo positivo de mi último calentón he aprendido dos cosas muy importantes. La primera es el tiempo que tardo en recuperar la tranquilidad. No me cuesta más de un par de días. La segunda es tener la oportunidad de aprender algo para la próxima vez, que espero que sea más tarde que pronto.

Nadie tiene la misma paciencia con todo el mundo con el que se relaciona. Puedes consentir mucho a tus hijos y nada a tu pareja o viceversa. Aceptar a un compañero de trabajo lo que no permitirías nunca a tu jefe, o viceversa. Depende de tantas circunstancias, que pensar en ellas puede ayudarte. No todos tenemos las mismas debilidades, ni todos nos desenvolvemos cómodamente en todos los entornos. Hay quien se sube por las paredes cuando cruza la puerta de su casa,  y quien lo hace cuando cruza la puerta de un despacho. O al cruzar cualquier puerta. Tu nivel de exigencia y de tolerancia con los demás, a veces, también dependen de tu nivel de exigencia y tolerancia contigo mismo. Mi nivel de exigencia profesional no era muy saludable, y sin embargo, me costaba mucho ser exigente con las personas con las que trabajaba. Pocas veces tuve problemas en conseguir de los demás aquello que también era mi responsabilidad. El respeto, por lo general, ha sido una de mis virtudes. Sin embargo, me doy cuenta de que todavía hay cosas que me hacen saltar. Quizás afortunadamente, porque reconozco que el día que deje de saltar me habré convertido en una persona que lo traga todo, o en un monje budista. Y no me veo en ninguno de los dos papeles.