Hace tiempo una persona me dijo que alguien llamaba al trastorno bipolar como la enfermedad de la paciencia infinita. No sé muy bien a qué se refería con esta afirmación, quizás que haya que tener mucha paciencia para soportar las crisis y síntomas que se sufren. Pero aquí voy a hablar de la paciencia en otro sentido, porque me parece también importante. Durante mucho tiempo sufrí de ansiedad al ver que no evolucionaba en el terreno profesional al ritmo que me hubiera gustado. Cuando uno no logra aquello que persigue, lógicamente uno se siente impaciente aumentando la presión que ejerces sobre ti mismo. En algunos casos, esta situación puede provocar una actitud impulsiva y desproporcionada en la que el desgaste es asegurado. Si salpicas con agresividad a tu entorno recibirás más agresividad o alejamiento, si reprimes el malestar también puedes acabar estallando al más mínimo contratiempo.

Aunque más de una vez tu reacción pueda estar justificada es necesario saber pararse a tiempo. Como todo en la vida, requiere de práctica, y una vez que logras la primera vez frenar tu impulsividad, puedes acabar por dominarla. Los beneficios son muchos, el mayor de los riesgos que acabes convirtiéndote en un buda impasible e inmutable. No te preocupes porque no llegarás a ese extremo por mucho que lo intentes. Hay reacciones humanas imposibles de parar, simplemente se trata de modular tu respuesta ante aquello que te molesta, te ofende o te saca de quicio. Llegar a ser consciente de tus propias reacciones puede resultar hasta divertido. Muchas veces me rio de mi mismo recordando momentos en los que me he subido por las paredes, dicho sea de paso, cada vez me resulta más difícil subirme por las paredes. Puede ser una manera, como otra cualquiera, de que tomes perspectiva y acabes convirtiéndote en un maestro del arte de hablar claro sin herir, de defender tu postura sin pisar la contraria, de hacerte respetar sin dominar.

La sumisión como actitud para evitar el enfrentamiento o la cobardía para evitar ser juzgado por los demás es más dañina que el mayor de los enfados. Reivindica el derecho a enfadarte si es tu caso. Lo que no conviene olvidar es que no podemos esperar que nos traten nunca mejor que la forma en que nosotros tratamos a los demás. Si eres capaz de lograrlo sólo lo conseguirás a través del miedo o porque has tenido la fortuna de encontrar a alguien capaz de dar olvidando lo que recibe. La primera de las opciones es avergonzante y la segunda nos haría un regalo que no nos mereceríamos.