Hace poco, una persona de la asociación me escribió para decirme que retrocediera el cargo de la cuota anual en su cuenta bancaria. Un hombre que conocí hace tiempo y a quien le cambió la vida venir a las reuniones. Cuando llegó por primera vez, sufría. No podía hablar porque no podía pensar. Los psicólogos lo llaman deterioro cognitivo. Cuando dejó de venir lo hizo por varios motivos que conozco y otros que desconozco. Podía pensar y hablar con fluidez. Y también sonreír y disfrutar de su familia. Todos resumidos en uno solo: dejó de venir porque ya no lo necesitaba. 

Me escribió molesto, como uno escribe a su compañía de teléfono cuando se ha dado de baja y le cobran un recibo que no corresponde. En ese momento, me pareció increíble que me escribiera de esa forma y en ese tono. La misma  persona que hace tiempo me envió una fotografía con una sonrisa en su boca y una corona de papel en su cabeza. Soplaba una bonita tarta de cumpleaños con su hija; una imagen que me acompañó junto al ordenador durante años. Yo puse mi dedicación durante cinco. A él le costó poco más que una consulta de veinte minutos con un psiquiatra. 
El trastorno bipolar no sé lo que es. Desgraciadamente, muchos médicos tampoco lo saben. Lo que sí sé es que, salvo excepciones, la enfermedad no está bien tratada. He sentido una ligera decepción con lo que hizo este hombre. No con él porque lo que hacemos no siempre nos define. El mismo hombre que me ofreció mil euros cuando empezó a recobrar su salud para poner en valor mi trabajo se olvidó de  todo. Un dinero que rechacé y volvería a rechazar. En realidad, hago lo que hago por muchos motivos. Si lo hiciera por dinero, puede que no hubiera cambiado su vida ni la de otros.