Ayer por la noche me caí en casa. No me estaba duchando, volvía a la cama a oscuras y tomé la curva del pasillo un paso más tarde: en el baño. Caí de rodillas dentro de la bañera y no vi las estrellas porque nuestro baño no está en una buhardilla. Eso sí, me hice tanto daño y me pegué tal susto que me temblaba todo el cuerpo. 

Me metí en la cama pensando en toda la mala suerte que he tenido en mis casi cincuenta años. Si creyera en la reencarnación, preferiría no pensar en el monstruo que hubiera sido en mi anterior vida. Aunque si llevas tiempo leyendo este blog te darás cuenta de que también he sido muy afortunado. Hay quien cree que la vida es cuestión de rachas. La realidad es que los días blancos y los días negros se alternan al azar en la vida de todos. Y uno no es quien saca la papeleta de la urna con el color que viene mañana.

Después de estar a punto de morir hace diez años también aprendí algo muy importante. Tener buena suerte es no tener mala suerte. Así de simple. Y que estar vivo y no sufrir es la mayor de las suertes.