La playa del Sardinero con buen tiempo compensa todas las sorpresas de mi vida. Las de ayer y las de hoy. Cada día que pasa, descubro más personas que son una caja de sorpresas. Y no me alegra haberlo descubierto porque no todas las sorpresas son agradables. Hoy tuve dos agradables y un puñado de desagradables. Muchos días en tu vida se parecerán a mi día de hoy.

Si no hubiera sufrido tanto, no me daría hoy cuenta de lo mal que andan del «piso de arriba» personas que yo pensé que eran normales. Ni están diagnosticadas con trastorno bipolar -que yo sepa- ni aparentemente llaman la atención a los demás. Me dejan tan frío como un granizado de limón a la garganta. A veces, hasta me dan dolor. Con objeto de evitar en la medida de lo posible las sorpresas desagradables, he tenido que aprender algunas cosas a marchas forzadas y de muy mala manera. Demasiadas sorpresas desagradables de la vida son gratis como para comprar las opcionales.

Uno de mis últimos aprendizajes, con cuarenta y siete años, responde a la siguiente regla: «No des una tercera oportunidad a quien no parezca merecerla porque no suele haber tres (sorpresas desagradables) sin dos»

Prefiero equivocarme diez veces a hacerlo cien. Pensar que los demás van a responder como tú esperas que respondan es una de las ilusiones más desilusionantes que conozco. No es necesario desear nada especial de los demás, aunque sea imposible evitarlo al cien por cien. Cuando crees que vas a sacar una paloma de la chistera, sale el sapo. Cuando esperas el as de corazones, el siete de picas.

El que espera desespera, el que no espera disfruta. El que confía como norma juega a la lotería de las desgracias con premio demasiados días al año. El mundo es un lugar agradable cuando uno aprende a distinguir el grano de la paja. El mundo se parece a un regalo cuando uno eliges bien a quién invitar a tu fiesta 🙂