Hoy tengo algo que celebrar. Mi gorila ha muerto. Veinte años ha convivido conmigo a ratos, y no tengo ni la más remota idea de cómo se ha ido al otro barrio. Raro, raro, en un pensador como yo.

Me da la sensación de que se ha muerto poco a poco, como nos acabamos por morir todos. Quizás la diferencia es que yo quería matar a mi gorila y ahora tengo más ganas de vivir que nunca. Mi gorila me visitaba un par de veces al año. A veces, acompañado por mi padre. Las menos por mi hermano y las más por mi mujer, Isabel. Ampliando el círculo de acompañantes de mi gorila estaba mi vecina, mi fisioterapeuta y un banco de los que no sirven para sentarse. También un psiquiatra, los psiquiatras que no falten. Me resulta gracioso darme cuenta de lo tonto que he sido durante años. Si lo llego a saber antes, me cargo a mi gorila el primer día. Todos llevamos un gorila dentro, de ahí la facilidad que tenemos de engorilarnos en algunas circunstancias. Y si se juntan dos gorilas, todavía peor.

Llegar a este punto me ha costado cuatro libros, diez años y millones de neuronas. Todo ha merecido la alegría. Para celebrar el entierro de mi gorila, quiero hacer el boca a boca a mi oso de peluche. Me voy a arriesgar y continuaré por este camino hasta donde me lleve. Eso sí, me cuidaré de los gorilas, no sea que ellos no sepan jugar con mi osito.

Venga, vale. Te voy a desvelar un secreto. Mi gorila no ha muerto. Me ha abandonado rendido ante tu amor, Isabel. Gracias, cariño.