Me encanta escuchar música, y no hay un solo día que no la escuche. Mientras me ducho, en el coche o andando por la calle con unos auriculares. A los catorce años descubrí el placer de poner un disco y, casi con cincuenta, mi mujer me regaló un tocadiscos. Compro discos de segunda mano en los mercadillos y disfruto de los discos que escuchaba cuando era un chaval.

El cerebro es tonto. Lo que le gustaba mucho hace mucho tiempo es difícil que le deje de gustar. El bocadillo de chocolate, los videojuegos o el tabaco. Todo lo que no es tóxico o se convierte en demasiado adictivo hace la vida más placentera y sienta bien al cuerpo. Para salir de las depresiones y no volver a sufrirlas, me enganché a los placeres de la vida. Me dejé llevar y de esta manera fui construyendo nuevas rutinas. 

Echando la vista atrás me cuesta pensar en cosas que haya hecho «por obligación». Ahora empiezo a sentir que hago cosas que «tengo» que hacer porque son importantes para mí. He ido sumando nuevos placeres a otros placeres del pasado y el resultado es todo un placer.  Hago todos los días cosas que me gusta mucho hacer. 
El placer parece que está mal visto. No sé a quién se le habrá ocurrido expandir la idea de que una vida placentera es una vida desperdiciada. Me imagino que habrá sido a alguien que no la ha probado.  Si no, no me lo explico. Te escribo, como siempre, con mis mejores deseos.