Hace mucho tiempo tenía un problema con mi profesión que no sabía cómo resolver. Me costó tiempo y mucho sufrimiento llegar a adaptarme a una vida que no era para mí, y nunca terminé de hacerlo del todo. Si lo hubiera hecho no habría abandonado mi profesión un día muy señalado: el uno de mayo.
 
En aquellos años llegué a convertirme en una máquina desajustada que se dedicaba exclusivamente a pensar. Por otro lado, me sentía como un pájaro en una jaula: fuera de lugar. Para colmo de males, acabé convirtiéndome en un adicto a aquello que me hacía daño: algo que no debe ser tan raro en situaciones donde uno acaba por olvidar para qué vivimos. Cuanto peor me sentía, más necesitaba agarrarme a algo y las huidas eran siempre un viaje a la casilla de salida. Tuve que dejar el Monopoly para volver a sentir y reencontrarme con la persona que era antes de empezar a sufrir.
 
Si no sabes lo que sientes, de nada te servirá pensar. Aunque yo pensaba mucho, no tenía ni idea de los problemas a los que me enfrentaba. En realidad, estaba ciego y no me daba cuenta. En general, no me sentía bien, tenía falta de ilusión y sentía la vida cuesta arriba. Esas dos sensaciones me llevaron a la depresión más de una vez. A veces, un mismo problema pueden conducir a una depresión recurrente. Así me sucedió a mí. Dicen que muerto el perro se acaba la rabia. Una lástima que no sea tan sencillo encontrar el perro. Y más difícil sacrificarlo.