Por casualidad conocí a un argentino en la ciudad en la que vivo. Otra casualidad: tenía un pasado bipolar como yo. Hace tiempo me reencontré con él.
-¿Qué tal estás? -le pregunté.
-Bueno…no estoy lanzando manteca al techo… -me contestó.
Después de explicarme lo que significaba la expresión, me la he apropiado. Más de diez años tocando el cielo casi a diario era demasiado tiempo. Muchas veces me sorprendía a mí mismo sonriendo a caras de acelga y, -tachán tachán- ahora el acelgado soy yo.
También se me había cruzado un pensamiento más de una vez por la cabeza.
-Alberto, lo tienes todo. ¿Y el día que pierdas algo?
Pensado y hecho. Estuve muy motivado durante mucho tiempo y feliz aquí y allí. Ahora me toca de amo de casa y mi vida oscila entre los garbanzos y las lentejas. Con suerte, a veces me peleo con unos espaguetis carbonara o un arroz con tomate casero.
Algunas mujeres que conozco lamentan mi mala suerte y me dicen sin darse cuenta: ¡qué aburrimiento!. Otras tiran de ironía y media sonrisa resumiendo mi vida diaria con un «¡Qué apasionante!
Pues no, amigas. Ni aburrido ni apasionante. Mucho peor. Como un filete duro y sin sabor.
Menos mal que me queda la escritura. Viva la dopamina. Tira de ella cuando la cosa decaiga. Haz algo que te ponga caliente. Y ese consejo te doy porque Popeye el Marino no soy.