El día de Navidad tuvimos una comida tranquila. Mi madre nos dijo antes de despedirse que había sido su mejor Navidad de los últimos años. Me sorprendió. Me costó reaccionar y me hizo sonreír.
Muchas veces me ha costado apreciar los pequeños detalles de la vida. Cada día los siento con mayor calidez. Lo que he perdido en intensidad lo he ganado en calidez. Si veo paz a mi alrededor puedo estar en paz. Aunque soy capaz de soportar situaciones de incertidumbre, las sensaciones no son agradables. Y como todo el mundo, tengo mis límites. Desde hace mucho tiempo valoro más la tranquilidad que la intensidad. Aunque soy una persona tranquila, a nadie le amarga un dulce intenso. El problema son los dulces que acaban con un sabor amargo.
Sin mucha intensidad tengo una buena vida. No sé si es habitual con trastorno bipolar. En cualquier caso no siempre fue así. En los peores años busqué la intensidad para salir de un letargo y acabé desafinando. Cuando encontré mi verano, nunca más busqué la intensidad. Serenidad e intensidad no se llevan bien.
«Antes hacía balance mental al terminar un año. Ya no. Este año ha tenido bueno, malo y regular. Ya no sufro tanto con lo malo y puedo llevar bien lo regular. No busco sentir más ni aventuras. La aventura que vivo me da todo lo que necesito y ya no sé ni si la necesito. Quizás mi nueva aventura se llame vida»