Casi nunca pierdo la cabeza. Lo he conseguido pensando mucho después de cada calentón que me ha hecho hervir la sangre. Pocas veces, pero demasiado calientes.
Recuerdo una explosión con mi padre. Otra con mis dos hermanos. Una tercera con alguien que no pertenecía a mi familia pero a quien hice mucho daño. De las tres explosiones saqué conclusiones que me sirvieron para cambiar. Una llamada de teléfono de una mujer a quien herí me hizo ver lo animal que había sido con ella. Estaba muy arrepentido y meses después le pedí perdón. Ella lo agradeció mucho. Nunca fui la clase de persona que salta con cualquier cosa pero la actitud de algunas personas me podía hacer explotar. Tengo la suerte de que nací con la necesidad de no hacer daño a nadie. Eso significa que cuando lo hacía, después me sentía mal. Siempre he sido una persona tranquila y antes me callaba para evitar el conflicto. Cuando dejé de hacerlo descargué mi ira más de una vez para desahogar la presión. Después aprendí a defender mis intereses con respeto hacia el otro, pero también con firmeza.
«Diez años me costó aprender a no perder la cabeza. Ahora me siento mucho mejor y más capaz de entender los motivos del otro. Si intentas comprender por qué los demás hacen lo que hacen puede que te alteres cada vez menos. Lo más fácil es preguntar. Ahora no espero lo que los demás no pueden dar. Me hice daño muchas veces y la consecuencia ha sido encontrar la paz mental»