Mi madre fue ingresada de urgencia para tratar unos dolores insoportables. Está muy enferma. Lo que siempre pensó que podía cogerte por sorpresa llegó un día cualquiera. Siento tristeza al verla sufrir.

Desde hace un tiempo he imaginado el día en que no esté con nosotros. Sin embargo, no estoy tan preparado para verla sufrir. Mi madre es la persona más amorosa que he conocido nunca, y también la más resistente a los golpes de la vida. Su vida acumula unos cuantos dramas y ella no ha dejado de sonreír hasta hace bien poco. Todo el mundo le adora. Disfrutábamos hablando todas las mañanas por teléfono o yendo al cine de vez en cuando. Nuestras conversaciones eran inagotables, y ahora se agota con lo que le queda. Y lo que le queda ya no se puede llamar vida.

Siempre cuidó de su familia hasta el extremo. Pendiente de lo que necesitábamos todas las personas que estábamos a su alrededor. Nunca dijo que no a nadie. Cosió las heridas de mis hijos y mis heridas con cariño y dulzura. Dar a los demás le hacía feliz. Vernos bien le hacía feliz. Sabía disfrutar de todo y con todos. Con sus amigas y con su casa. Con nosotros y con sus nietos. Nunca vi en ella un mal sentimiento. Sólo en una situación muy límite pude comprobar que era tan humana como somos todos cuando nos llevan al límite. Una vez en ochenta y siete años. Perder a mi madre dejará un vacío dentro de mí.

Ahora sólo me queda acariciar su piel suave. Sus manos, su pelo y su rostro. Es cálida como siempre lo fue con nosotros. Como su mirada. Esa mirada que algún día sólo podré imaginar.