Cuando empecé a pensar sobre el trastorno bipolar, lo hice enfocándome en la euforia porque la depresión ya solemos saber de dónde viene. Al menos, al principio tenemos la claridad suficiente para intuir el porqué nos hemos podido deprimir. Las depresiones recurrentes ya no resultan tan evidentes y supongo que se activan sin motivo aparente porque la recurrencia siempre supone una mayor vulnerabilidad. Las estadísticas así lo reflejan y los números no suelen dar mucho margen a la discusión.

Pensando sobre mis depresiones, muchas de ellas ya muy lejanas en el tiempo, me doy cuenta de que tuvieron un mismo origen. La sensación de incapacidad, mantenida en el tiempo, me condujo hasta la sensación de inutilidad. Sentir que uno no sirve para nada, aunque no sea verdad, es deprimente. La sensación de insatisfacción también puede provocarte una depresión si llega a contagiar a todos los niveles de tu vida. La insatisfacción profesional también me llevó a la depresión y, desde entonces, busco satisfacción sobre todas las cosas.

Mi mayor interés, sin embargo, siempre estuvo centrado en los estímulos que me llevaron a conocer la euforia. Siempre pensé que aquello que vivi de forma tan intensa tenía que tener alguna explicación más allá de haber nacido vulnerable. Te lo cuento porque creo que es muy saludable que te hagas tus propias preguntas porque cada experiencia es diferente. Desde hace ya mucho tiempo, tengo la sensación de que tenemos mucho en común a pesar de ser aparentemente todos muy diferentes. Este blog, entre otras cosas, trata de mostrar aquello que puede resultar útil tener en cuenta para no correr riesgos. 

Todas las ocasiones en las que viví la euforia, el patrón fue el mismo. El mismo estímulo estaba detrás de los síntomas y descubrí cuál era tras pensar mucho y después de mantenerme alejado de el propio estímulo durante varios años. No pretendo decir con esto que ningún otro estímulo pudiera desequilibrarme en el futuro, pero mantener a cualquier enemigo a distancia es importante. Por si acaso, nunca más me he vuelto a exponer a él ni tengo intención de volver a hacerlo. Ahora trato de llegar allí donde quiero llegar viajando de valle en valle. Seguro que has visto más de una vez cómo suben los ciclistas los puertos de montaña y cómo los bajan. Las caídas siempre son más dolorosas a mayor velocidad. Un buen ejemplo para mi siempre ha sido la velocidad de crucero de los grandes transatlánticos. Si tu ritmo natural te empuja a la actividad incesante o tu entorno te exige velocidad, te resultará más difícil adaptarte al ritmo que tu salud agradecería. Así todo, yo no dejaría de intentarlo.

A veces, no queda otra opción que andar un poco más deprisa pero fíjate bien en el estímulo que te hace acelerar el paso. Muchas veces, ni es necesario acelerarlo ni el estímulo va a conducirte a ningún paraíso que no pueda esperar 🙂